Por: Santiago Manuel Martínez
La partida de Pedro Sarmiento trastornó mis emociones porque tras la muerte de un amigo no quedamos lo mismo. Nos quitan algo de nosotros. Pero como somos tan fuertes volvemos a nacer. Ya lo decía Gabriel García Márquez, “Los seres humanos no nacen para siempre el día en que sus madres los alumbran, sino que la vida los obliga a parirse a sí mismos una y otra vez”.
Pirer nació y creció en un barrio de clase media alta llamado La Matea, al occidente de Medellín. En la cancha de ese barrio jugó sus primeros partidos junto a Ricardo Eusse y otros amigos. Desde entonces armaba los equipos y elegía a los rivales. Siempre supo que sería futbolista profesional; aunque alcanzó a estudiar en la universidad, no fue un estudiante destacado. Lo suyo, en definitiva, era el fútbol. Lo descubrió pronto y fue escalando el éxito.
Lo conocí en el Cosmos, un equipo de fútbol aficionado ligado al Atlético Nacional. Lo veía jugar desde la tribuna, pero nunca conversé con él. La fortuna tuvo su origen en la casualidad. Lo escuché hablar después de verlo jugar un partido, ya con el Atlético Nacional. Me pareció lúcido al querer explicarse desde su posición de centrocampista y hacerse comprender de quienes lo escuchábamos. Cuando terminó de hablarle a sus compañeros me le acerqué y encendió mi alma.
En adelante sucedieron encuentros y cada uno era diferente. Le agradaba hacerme sentir bien. Yo buscaba la manera de hacerle saber que su sentimiento era correspondido. Hasta llegué a pensar que la amistad era algo instintivo. Como dos orfebres construimos una amistad con hilos de oro. Me valoraba y lo valoraba. Era como si él se viera en mí y yo en él. Éramos, uno al otro, espejos en la sinceridad y la transparencia. Espejo que mostraba la profundidad del alma. Nunca nos encontramos sin reírnos antes de abrazarnos. Nos retroalimentábamos.
Ni siquiera el tiempo de las redes sociales y sus distancias reales pudo aniquilar las formas de nuestra amistad. Y mucho menos sus rituales. Porque sentíamos la necesidad de vivirnos de cerca y dedicarnos tiempo. “Cuando muere el contacto físico, muere una parte de nuestro ser”, solía decir. El fútbol es una bella excusa para hacer amigos.
A Pedro le gustaban el rock de Los Beatles y la salsa brava, él se sentía el putas para bailar salsa. Cuando se fue a Cali me decía que se entrenaba para la pista. Decía que bailaba mejor que todos los paisas. También era un enfermo para jugar cartas y se salía de casillas cuando no ganaba. Se entrenaba menos para bailar que para jugar cartas. “Jugar y ganar”, repetía en la mesa. “Jugar y ganar”. “Jugar y ganar”. Y eso le salvó la vida.
Me contó que en plena guerra de los combos violentos, siendo Director Técnico del Envigado, unos hombres armados lo secuestraron unas horas para presionarlo y que evitara el descenso del equipo. Lo trataban con lenguaje agresivo. Lo acorralaron. Lo menospreciaron. Lo amenazaron. Y él guardó serenidad ante las amenazas. Su reacción fue: “Mátenme, pero antes de matarme, ¿por qué no me dan una última oportunidad? Como en las películas”. ¡Les hizo reír!
- Diga a ver, dijo el líder del combo.
- ¿Ustedes saben jugar a las cartas?
- Claro que sabemos, pero vos no tienes nada que apostar. Ni mucho que perder.
- ¡Juguemos!
- ¿Y qué apostamos?
- Apostemos las ropas.
Se miraron entre ellos y entre sonrisas socarronas, los convenció. Perdió la camisa, los zapatos y el pantalón. Se quedó en bóxer. En horas de la madrugada lo despacharon, sin mucho que decir. “Lo cómico era que yo trotaba y me iban acompañando en varios carros. Hasta que dejaron de acompañarme”. ¡Tal era su capacidad de persuasión!
Yo le decía “Pirer” (por aquello de Peter) o “Pedrada”, al igual que Gustavo Adolfo Chaverra.
II
Pasó encerrado el último partido de su vida. Yo quería hacer de mis narraciones poesía pura. Que mis ojos le fueran útiles, porque su realidad entre las cuatro paredes del hospital solo le permitía la compañía de Amparo, su escudera y almohada durante 46 años, y, según él, de quien “hicieron y tiraron el molde río abajo”.
Como sabía de su sensibilidad, yo quería ver todo el tiempo por los ojos de él. Y, siempre me lo creí, él veía a través de los míos el mundo de afuera. Cuando yo salía de casa, a las seis de la mañana, Pedro parecía tener a alguien que le señalaba el momento preciso de llamarme. Mientras yo caminaba me llamaba y me preguntaba por dónde iba y para dónde.
- Voy rumbo a un gimnasio al aire libre que queda muy cerca al sitio donde vivo.
- ¿Ese gimnasio dónde queda?
- En la urbanización Nueva Villa de Aburrá.
- ¿Qué aparatos tiene?
Y le hacía una relación de todos los aparatos del gimnasio. A él le llamaba la atención de que hubiera una elíptica en buenas condiciones.
- Te voy a dejar para que hagas tu rutina. Prepárate bien, Martínez, para que los años no te lo cobren. En treinta minutos te llamo para que te bajes de esa elíptica.
y así fue, me llamó y vivimos lo que se constituyó en lo más sublime de nuestra amistad. Hablamos de los canarios, de las cotorritas, de los pericos y del ruiseñor americano. Sentí que nuestra conversación le restauraba el destino. Él escucho los periquitos cantando, las cotorras enamorándose. Y distinguía los cantos.
- “Son periquitos de rabadilla azul”, le decía.
- No me digas mentiras, Martínez. ¿Cómo vas a ver debajo de un árbol de pomarrosa la rabadilla de los pericos?
- No los veo, pero los conozco Pirer.
Se reía con esas conversaciones y me decía que sentía algo muy lindo con el canto de los pájaros.
- ¿Y ahora para dónde vas?
- Estoy caminando y voy a pasar por un sitio donde hay muchos canarios.
- ¿Muy lejos?
- No, muy cerca.
- Esos pajaritos son como Amparo y yo: siempre juntos. Martínez, ¿sabías que los canarios son los pájaros más fieles?
- Pirer, no te puedo seguir contando porque levantaron vuelo. Se fueron en bandada. Parecen mensajeros de otro tiempo.
- A mí me hace feliz, Martínez, escuchar todos esos cantos.
- A propósito, ¿has escuchado el canto de la tía maría?
- ¿Tía maría? No jodás, ese pájaro no existe. ¿Cómo canta?
- “Tía maría, ya es de día. Tía maría ya es de día”.
Y él entre risas, como encantado, me decía:
- Si ese pájaro existiera, en Medellín cantaría con acento antioqueño.
- No jodas, Pirer.
- ¿Y cómo es el cuento de los mensajes de otro tiempo?
- Que los pájaros traen un mensaje a la tierra y llevan otro al cielo.
- Martínez, ¡esa huevonada la inventaste tú!
Un día me llamó casi a las nueve de la mañana. Yo iba llegando a la esquina de la carrera 80 con 35, donde hay una panadería que a esa hora está llena. Antes de llegar escuchó el sonido de las motos.
- “Son las motos de domicilios”, le dije.
- “Cuídate de esos, que andan a toda velocidad”, me respondió.
Al llegar a la panadería me pidió que me fijara si había bizcocho.
- Claro, como en todas.
- En todas no hay. “Martínez, compra uno”, me rogó: compra uno.
- ¿Y para qué, Pirer? Hay mucha gente en la fila.
- Cómpralo. Para que lo huelas y me cuentes a qué te huele.
Él se reía con nuestras conversaciones, mientras que yo tenía que hacer un gran esfuerzo para que él no notara que estaba llorando.
Para los días de la última Eurocopa, nos veíamos los partidos juntos, pero a la distancia. Yo en mi habitación del apartamento, él en su cuarto de hospital. Y los estudiábamos, como siempre. Él ponía las tareas. Aquellos días me hablaba de jugadores que eran como él: incansables en la cancha. Y recordaba en triste pasado: “Yo quería ser como el sol, que nunca se cansa”. Y siempre me preguntaba por la luna de la noche anterior. A mí me hacían falta palabras para hablarle de ella.
Fue jugador profesional del Atlético Nacional y del América de Cali. Pero desde niño fue técnico. Tenía un corazón y una entrega que le hicieron ganar un distintivo en el campo de juego: “la fuerza callada”. Cuando Lo vendieron al América le tocó irse a vivir a Cali. Era el momento de la guerra entre carteles y por esa razón le tocó sufrir una experiencia que dibuja muy bien su personalidad. Pedro vivió una pesadilla y sin dormir, durante tres días. Estuvo amarrado a un árbol, frente al río Magdalena, en la célebre Hacienda Nápoles, en épocas de su famoso dueño, el líder del Cartel de Medellín.
Era un árbol frondoso y de tronco grueso. Fresco y con mosquitos alrededor, lo que lo hacía una tortura porque mi amigo estaba amarrado a él sin camisa. Examinaba el mundo que le rodeaba y encontraba algo novedoso en cada detalle. Nunca dejó de pensar en Amparo, sobre todo cuando revoloteaban en unas ramas del árbol un par de canarios. Su templanza mental la alimentaba repitiendo para sí mismo: “De esta salgo, Amparito. El que nada debe, nada teme”. Nunca tuvo miedo. Nunca gritó para pedir ayuda. Sabía que el desenlace se presentaría y los nudos se soltarían. Su valentía para enfrentar esa realidad fue única.
Al cuarto día llegó el dueño de la finca acompañado de tres de sus sicarios. Dos de ellos le hacían preguntas para demostrarle a su patrón que Pedro sabía muchas cosas que le interesaban del Cartel de Cali. Y el tercero le hacía preguntas que le favorecían al amarrado. Al final, el patrón haciendo de juez, determinó que Pedrada no tenía nada que aportarles. Procedieron a soltarlo y apareció en escena un niño en una moto que lo llevó a la autopista Medellín-Bogotá y le dio cinco mil pesos. En una fonda de la carretera se condolieron de él prestándole una camisa para que se fuera a casa.
Su período en la cárcel estuvo relacionado con el secuestro y posterior asesinato de un cuñado suyo, con quien pensó canjearse para que lo soltaran, pero desistió porque sus hijos estaban muy pequeños. Después asesinaron a sus suegros: Abdón López Gaviria, y Reina Cárdenas. La investigación lo tuvo a él en la mira y por eso fue detenido de manera injusta. Comprobada su inocencia, a salir, duró un largo período sin venir a la Capital de la Montaña.
III
Era el año 2000. Pedro trabajaba en una escuela de formación y Juan José Peláez era el director técnico del Deportivo Independiente Medellín. Peláez habló con don Rodrigo Tamayo, por aquel entonces máximo accionista del Equipo del Pueblo. Él había conocido a Pedro en las clasificatorias al Mundial de Francia 98 y le propuso a Tamayo contratar a Sarmiento. El señor Tamayo dijo que esperarían un tiempo. Y en efecto lo contrataron en 2001. Pirer se encargó de la primera C, reemplazando al Polaco Escobar, y la sacó campeón.
Ese mismo año, Juan José Peláez como técnico del DIM peleó la final contra el América, con un equipo que venía de un proceso iniciado por don Rodrigo Tamayo, Fernando Jiménez y el viejito querido, don Javier Velásquez, como presidente. La final la perdió el DIM. No hubo nada que hacer. Los dos partidos se perdieron.
En el 2002 se mantiene Peláez como técnico, pero determinan sacarlo y nombrar en su reemplazo a Reinaldo Rueda, quien trae a Eduardo Velasco como preparador físico. Al profesor Rueda lo llaman a dirigir la Selección Juvenil de Colombia y se va del DIM. Entonces don Rodrigo llama de nuevo a Peláez y este le dice que regresa, pero como director deportivo. Peláez y Fernando Jiménez se ponen de acuerdo para nombrar a Víctor Luna como técnico. Don Rodrigo acepta el acuerdo y llega Luna, un técnico educado, visionario, a quien algunos tildaban de loco. Y su locura fue tal que consiguió en 2002 un título después de cuarenta y cinco años de cordura.
El equipo del Pueblo dirigido por Víctor Luna en la Copa Libertadores de América del 2003 será inolvidable, porque es el mejor en toda la historia del club. En el segundo semestre de ese año, Juan José Peláez se va a dirigir al Atlético Nacional y Víctor Luna se va a dirigir al Barcelona de Ecuador. En 2004, en una cafetería de un mall de Laureles, don Rodrigo Tamayo cita a Pedro Sarmiento y a William Villa y les propone ser director técnico y preparador físico. Otra página comenzó para El Poderoso.
Ese glorioso año el rojo llegó a la final del fútbol profesional contra su archirrival de plaza, el verde Nacional. Pero se les atravesó el Día del Padre y algunos jugadores salieron a celebrar. Se emborracharon antes del primer encuentro de la final. Sarmiento los recogió y al día siguiente puso el entrenamiento a las 10 de la mañana, visiblemente molesto. El primer encuentro, algunos lo jugaron casi enguayabados, sacaron la ventaja de 2 po1. Al domingo siguiente, igualaron sin goles y se quedaron con la estrella. Título que vale por 100.
Pedro no veía obstáculos. Siempre tuvo los sentidos abiertos para solucionar lo que se le presentara. “Vos sos tan huevón que te vas a quedar sin ropa”, me decía al referirse a mi tendencia natural a servir a quien lo necesita. Al final él era más huevón que yo, por su generosidad sin límites. La amistad de Pedro no medía distancias. “Estamos de acuerdo en no estar de acuerdo”, me decía cuando diferíamos.
En verdad que Pirer es un ejemplo de resiliencia. Al final, acabó con prótesis en las rodillas y una en la cadera. Superó tres cirugías delicadas, un cáncer y dos períodos de quimioterapia. Un guerrero. Un estoico. Y un insuperable amador de su familia.
IV
La última vez que hablamos yo escuchaba un rumor confuso entre el movimiento de la barbilla y las lágrimas. Fue nueve días antes de morir. Y no le pude contar qué tipo de luna había visto en la noche. Recuerdo que me dijo que Amparo era el verdadero sentido de la esperanza.
Yo sentí que cuando la luz final se aproxima el cerebro se va haciendo cada día más iluminado. Y que la verdad suprema de la vida cabe en el trino de un canario y en el aroma de un bizcocho.
Murió a las 4.43 pm del miércoles 30 de octubre. Justo el penúltimo día del ciclo lunar.
Y me pareció tan natural que Pedrada, todo un Sol, se fuera con la Luna.