10, 10 segundos |
Segundos antes que el jugador reciba la pelota, un nuevo tiro de esquina frena el reloj de esa noche del día del padre. El arquero de ellos se lanza a la aventura. El protagonista, que parece ya saber el final, se aleja de la escena que cubren todos los flashes. Casi una hora antes, la historia, tan esquiva en esos tiempos y después, había inclinado la balanza con un zurdazo. Todo, tan perfecto que asustaba, hacía crecer la sensación que faltaba algo.
El primer actor que abre el epílogo de la obra se llama Juan Camilo Saíz, un hombre que en el campeonato anterior solo había jugado cinco minutos y que cerraba ese centro al área que mandaba el balón de nuevo a la esquina. El segundo es David González, que exactamente siete días antes, había escrito un nuevo capítulo que agrandaba su asiento en el Olimpo. Los dos volvían a ubicarse con el inminente nuevo arribo de la pelota por el aire.
Hernández del rival recibe un túnel del recogebolas que pasa inadvertido y dos veces tiene que acomodar el útil de juego en el vértice. La imagen se congela con 20 profesionales, uno que va a tirar el centro y 19 que están comprimidos entre el área chica y los primeros pasos del área grande.
Dos segundos exactos pasan desde el golpe con el pie hasta que la paloma ingresa al rectángulo. El jugador sigue con la mirada y con las piernas listas, lo que unos meses antes vio en un sueño. Hace su arribo Andrés Mosquera Guardia, que en ese momento no sabía que años después iba a ser elegido en la mejor pareja central de la historia de su club. El zaguero peinó la pelota hacia atrás y el choque de la redonda con el contrario, elevó el esférico.
Ahora sí, levantando la mano derecha, aparece en cuadro el jugador. Tres segundos antes de empezar su faena, el cálculo le falla al adversario y Juan David Cabezas, que un mes antes no era ni convocado, escribió otra nueva página en los 180 minutos más importantes. Un ángel hace resbalar al tipo del rebote y el volante que había empatado el relato tres días atrás, da paso a la corrida.
Son tres contra uno, Cabezas se queda a observar con la satisfacción del deber del cumplido. Secundando al jugador se lanzan en la carrera Goma Hernández, que siete años antes estaba tirando un extintor en la tribuna y celebrando lo mismo que ahora veía a pocos metros, y Mao Molina, un prócer que hacía seis meses retornaba y que ahora no podía creer que el sueño del jugador se estaba cumpliendo como se lo dijo.
Antes de tocar por última vez el balón con el pie derecho en esa velada antioqueña, el jugador ha dejado atrás a todos los adversarios, solo queda uno que va dando pasos hacia atrás con la sensación que está lejos de ser un héroe; ve a sus compañeros a la expectativa esperando la felicidad, ve al banco siguiéndolo desde afuera, a su entrenador saliendo extasiado y al DT rival bajando la mirada para evitar ver el desenlace. Se ve a él mismo hace unos meses relatándole a Mao que iba a hacer el gol del título, ve a una familia completa en la tribuna llorando, ve el rostro de su hijo años después diciendo con orgullo que él es su padre, ve las finales anteriores, ve los penales con Cortuluá, los dos goles de Castro en el Clásico y el de Hechalar contra Cali. Se ve levantando la copa y se ve inscribiendo su nombre en la eternidad.
Ve un huequito entre Caracho y el arco y la manda a guardar. Sale corriendo, hace el gesto de final y se hace un estallido en todo el mundo.
El jugador sabe que ha dado 51 pasos y cinco toques. Que la jugada durará 10 segundos y 10 décimas. Entonces se da cuenta que a veces la realidad es mucho más linda que los sueños.
A cinco años de la noche de Christian Camilo Marrugo y de la sexta estrella en el profesionalismo. Sean eternos los héroes de tamaña gesta.